Las manos de mi maestra

29.04.2020

Por: Ángela Ángulo Calzadilla  




Un día cualquiera de septiembre de 1972, el hombre de la cachucha blanca condujo su auto por la Av. Páez de El Paraíso, en compañía de una niña-mujer. Llegaron al sitio, pero no entró por el estacionamiento lateral, sino que prefirió parar en una de las calles aledañas. Tomó la mano de la niña-mujer y en silencio caminaron juntos por una de las aceras, abrigados por árboles que suspiraban augurios buenos.

Frente a un portón de hierro negro se detuvo y soltó la mano de la niña-mujer sin emitir un adiós. Ella empezó a andar sin mirarlo, como se haría en rituales de ofrendas sagradas, franqueó aquella reja y cruzó un pasillo de mandatos: los murales de Narváez le indicaban el sentido al camino escogido. Al llegar al busto de Bello, la niña-mujer paró y giró para observar al hombre de la cachucha blanca. Él no se movió, ni la incitó para que continuara; tampoco sonrió. Estaba sólido como ella siempre lo sintió, se encontraba expectante. Mi padre me entregaba a un mundo del que jamás he podido salir.

Me dirigí al Pueblo. Allí empezaría a las siete, una vida tragada por la vehemencia. Paso a paso puse la planta de mis pies sobre un granito rosado lustroso, horadado por un antiguo recorrer testigo de batallas. Caminaba por un piso transitado por hombres gigantes de ciclópeas acciones, que invadieron mi imaginario infantil a través de relatos familiares. Entré al aula dos, especie de galpón amplio, lleno de luz; me senté en un pupitre delantero junto a otros jóvenes y esperé. La ansiedad lo invadía todo.

A mi maestra Maruja la seguí como lo hace una sombra. Terminé hablando como ella, gesticulando como ella y tratando de penetrar los pensamientos con una mirada como lo hacía, para saber de antemano las respuestas.  

Como toro bravío entrando a un ruedo, una persona llegó desafiante. Quijada en alto con ojos rasgados, mirando agudo, escrutando el aula y corazones asustados. Tenía una carpeta entre sus manos, un lápiz bicolor que nunca abandonaba, un borrador y un par de tizas. Vestía camisero de flores menudas, cinturón dorado y zapatos de tacón moderado. -Buenos días jóvenes, así se presentó, "Mi nombre es María de Lourdes Taborda de Cedeño: Maruja Taborda. Mi nuevo mundo tendría dueño y sería una mujer".

A mi maestra Maruja la seguí como lo hace una sombra. Terminé hablando como ella, gesticulando como ella y tratando de penetrar los pensamientos con una mirada como lo hacía, para saber de antemano las respuestas. El hombre de la cachucha blanca percibió la admiración que sentía la niña-mujer por aquella docente, me veía crecer dejando a un lado mi ser infantil bajo un liderazgo que le gustó. Él comprendió, y en la intimidad del hogar me asignó un apodo,"Tagolda" y "Tagolda" me quedé por muchos años. Siempre he sido rellena de formas.

La Taborda, así le llamábamos, cautivaba con el tono, la palabra, el gesto y sus manos. Cuando caminaba entre las filas de los pupitres, giraba su cuerpo  y nos observaba entre seca y serena para conducirnos a la comprensión, aunque a veces nos acariciaba con la mirada, nos observaba reflexiva, o se llenaba de sorpresa y otras, sus ojos se cubrían de desprecio ante sus propias disertaciones. Pero siempre, en todas esas Marujas que me miraron hubo pasión. Esa pasión desbordante que consume a un docente al orientar, al despertar interés y curiosidad, al conducir al hombre a conocerse a sí mismo y a observar una realidad diversa y cambiante. No había nada más placentero que observar una leve sonrisa, tan solo un soplo de rictus satisfactorio, cuando su estudiante alcanzaba lo que buscaba. Mi maestra era una mujer genuina.

Las manos de Maruja Taborda eran blancas, ágiles y tersas cuando la conocí y la última vez que la vi, en la oficina de la Asociación de Jubilados, seguían siendo hermosas, pero estaban arrugadas y posadas sobre un bastón, que sostenía un cuerpo cansado. Sus movimientos eran suaves y no tenían la energía de otrora, pero su voz seguía vibrante como sus pensamientos. Ese día, porque nunca desaprovechó un momento para formar, me dio lecciones de vida, hablamos de la familia. Mi maestra me enseñó a escrutar la realidad y comprender su dinámica, pero también me llevó a reflexionar sobre la vida íntima, su cotidianidad y el quehacer docente. Sus manos en el aula, eran un arma potente para captar la atención. Ellas eran plásticas y dúctiles. Marcel Marceau llegaba a mí cada vez que la observaba. Las movía de cierta manera, jugaba con ellas y enamoraba. Los anticlinales y sinclinales, las crestas, las pendientes abruptas o suaves, los conos de deyección, la sinuosidad de un río con sus meandros era proyectados a través de ellas, simbolizando imágenes reales del relieve. La danza hipnotizaba. Las utilizaba como aquellos oradores excepcionales de nuestra historia, para acaparar masas electrizadas y rendirlos a sus pies. Sus manos mágicas decían tanto como su verbo.

La prestidigitadora, en los trabajos de campo se volvía la más grande de las directoras teatrales. Nos iniciábamos en los estudios geomorfológicos, evolución del espacio o género de vida, caminando y observando el paisaje bajo aquella máxima que enfatizaba: " la geografía entra por los pies", como le enseñó su maestro Pablo Vila. En una de esas actividades parada frente a la Cordillera de la Costa, no observaba la falla y ella se colocó detrás de mí, puso sus manos a ambos lados de mi cabeza direccionándola al sitio exacto donde mis ojos debían posarse. Sus manos tenían la habilidad del telescopio. Esas mismas manos, en una Asamblea Departamental, atraparon la mía impetuosa y la mantuvo sujeta con fuerza para hacerme sentir prudencia, observación y cuido. Yo, con 18 años y sin experiencia política alguna, sin formación epistemológica, había sido electa delegado estudiantil y me tocaba como representante de los alumnos, asistir a una de las diatribas más importantes dadas en la institución a lo largo de su historia: el enfrentamiento entre dos concepciones de la Geografía. Dos titanes colosales se desafiaban, Ramón Tovar en defensa de la Geografía social y Felipe Bezara con su perspectiva de la Geografía física. Siempre que leo algo sobre peleas de gallos, mi memoria vuela y se encuentra con ese momento. Magníficos y fuertes, dando cabriolas, cayéndose a picotazos. Hubo un momento de tonos exaltados y palabras desacordes. Aún no había sido alumna del maestro Tovar, pero tenía tres semestres trabajando con la Taborda. Salté de mi asiento ante palabras fuertes proferidas por el maestro Bezara y ella sujetó mi mano, me hizo sentar y mantuvo la suya sobre la mía apretándola. Su mano se fue aflojando y suavemente la dejó allí por largo tiempo. Aquella tibieza, aquella protección, aquella templanza transmitida fue como la del día en que el hombre de la cachucha blanca, me dejó frente al edificio histórico del Instituto Pedagógico de Caracas. Ella soltó mi mano igual que mi padre, cuando estuve preparada.

El docente que no sienta drama, no puede ser docente, así me expresó mirándome fijamente. 

Me fue muy difícil decirle a mi maestra que no transitaría el camino de la geografía. Había llegado el momento de decidir y mi selección fue la historia. La evadí muchos días, le daba vueltas a un sentimiento de traición, llegaba a su cubículo que estaba en el piso dos, hacia la esquina derecha y me retiraba sin entrar. Giraba como un trompo y me perdía, pero ella, cuando al fin pude hacerlo, ni se inmutó; la Geohistoria era un hecho y mis contradicciones no existían. Hice muchos cursos con ella a lo largo del tiempo. Mi maestra era geógrafa pero iba más allá, era especialista en didáctica; sus aportes a la enseñanza de las ciencias sociales eran inmensos y paralelos a una concepción integradora de la geografía y de la historia. Cuando inicié estudios de maestría debía realizar con ella un curso obligatorio; sus estudiantes teníamos que hacer una investigación sobre la realidad educativa y social de los grupos con los cuales estábamos trabajando, y yo seleccioné una matriz de intercepción soportada en el método de los conjuntos para estudiar mi medio de acción. En un mesón de la sala Ramón Tovar, parada ante a aquellas tablas que me develaban mi realidad educativa, me invadió la angustia y lo expresé en susurros. No sé dónde estaba ella, ni de qué manera llegó a mí, Maruja Taborda tenía la facultad de ser Dios, estar en todas partes, oír todo: conversaciones privadas, intervenciones públicas. Siempre me pregunté si ella tendría un tercer ojo en la nuca tapado por sus cabellos o si sus oídos estaban construidos, con sistemas sofisticados de percepción de sonidos; mi maestra Maruja tenía control absoluto sobre su clase. Nunca dejó de hacer cierre, nada la dispersaba. Era rigurosa. Ese día, sentí de nuevo su mano sobre la mía, "drama Ángela, drama". El docente que no sienta drama, no puede ser docente, así me expresó mirándome fijamente. Sus manos de muchas maneras modelaron mi espíritu, dejando huella profunda sobre la responsabilidad social de mi trabajo. Ella está frente a mí siempre. Me observa desde la biblioteca y yo, cada vez que planifico una acción educativa, que reflexiono sobre mi quehacer o escribo algo sobre educación, levanto los ojos para ver si aprueba mis acciones y pensamientos. Ella me sigue viendo a través de una fotografía que atesoro y me enfrento a un rostro franco que a veces desaprueba, otras alientan. Maruja Taborda mí maestra, sigue presente en mí, señalándome la multiplicidad de caminos de la vida, induciéndome a una reflexión permanente sobre la compleja realidad que la mayoría de las veces, aplasta.

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